
“Cuando el hombre aprenda a sobreponer su identidad sobre sus apetitos de poder, placer y tener, entonces podrá estructurar una sociedad sana, progresista y amante de la vida”.
El número creciente de rostros sufrientes nos interpela; son rostros que pasan desapercibidos dentro de una sociedad aletargada por el consumismo egocéntrico y por la indiferencia del Estado; son rostros que duelen entrañablemente.
Es perceptible una gran crisis de identidad que apuesta la construcción del hombre en atención a cuanto lleva en los bolsillos, consume en los mercados y acumula en sus hogares sin consideración del esfuerzo de muchos por lograr siquiera lo básico para su familia.
Padecemos una corriente de pensamiento que juzga la dignidad y grandeza de la persona en atención a lo que gasta, luce y viste, sin percatarse de que esa conducta de vida conduce a la ambición, provoca la división, alienta el desprecio y causa la muerte.
Con cuánta razón el documento de Aparecida señala: «En fin, no podemos olvidar que la mayor pobreza es la de no reconocer la presencia de Dios y de su amor en la vida del hombre, que es lo único que verdaderamente salva y libera. En efecto, quien excluye a Dios de su horizonte, falsifica el concepto de realidad, y en consecuencia sólo puede terminar en caminos equivocados y con recetas destructivas» (# 405).
Urge promover al hombre en el reconocimiento de su sacralidad y primacía dentro de todo lo creado.
Cuando el hombre aprenda a sobreponer su identidad sobre sus apetitos de poder, placer y tener, entonces podrá estructurar una sociedad sana, progresista y amante de la vida.